lunes, 9 de febrero de 2009

¿Dónde hallo el solaz?

Obispo Mauro Rosell
Discurso pronunciado en la conferencia del Barrio Villa Serra


¿Dónde hallo el solaz, dónde el alivio cuando mi llanto nadie puede calmar, cuando muy triste estoy o enojado, y me aparto a meditar? (Himnos Nro.69)
En estos tiempos de creciente incertidumbre, hay tanto dolor, angustia y sufrimiento en todo el mundo que podría evitarse si se comprendiera y aplicara la verdad. Muchas personas tratan de encontrar la paz en la ausencia de acontecimientos externos. Es decir, tener una vida sin conflictos, sin sobresaltos. Otros sienten que cuando mejoren las condiciones sociales o políticas del lugar en que viven, encontrarán la paz. Aún así, hay muchos factores internos que hacen que no encontremos el verdadero solaz en la vida: el pecado, el orgullo, los rencores, hacen que, aunque no haya conflictos externos, nuestra alma siga atribulada.
Para muchos, la tranquilidad y la felicidad se obtienen al comprender la relación que existe entre la paz de conciencia y la paz mental, y al vivir los principios sobre los cuales se fundan ambas bendiciones. Jesucristo, durante la última cena con sus apóstoles enseñó lo siguiente:
“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Juan14:27)
¿En qué consiste la paz que ofrece el Salvador? Dios desea que cada uno de Sus hijos disfrute de la bendición trascendental de la paz de conciencia. Una conciencia tranquila invita a estar libre de angustia, de dolor, y otorga un cimiento para la felicidad. Es una condición de inmensa valía, pero aún así, pocos sobre la tierra la disfrutan. ¿Por qué? Porque la mayoría de las veces los principios sobre los cuales se basa la paz de conciencia o no se comprenden, o no se siguen en forma apropiada.
La sanidad y la paz totales sólo se logran mediante la conversión plena del alma. El estar convertido es mucho más que ser miembro de la Iglesia. El presidente Romney comentó: “Parecería que el ser miembro de la Iglesia y el estar convertido no son necesariamente sinónimos. Estar convertido, como se utiliza aquí, y tener un testimonio, tampoco significan lo mismo. El testimonio se obtiene cuando el Espíritu Santo testifica de la verdad a la persona que sinceramente la está buscando. Un testimonio conmovedor vitaliza la fe; lo cual quiere decir que induce al arrepentimiento y a la obediencia a los mandamientos. La conversión, por otra parte, es el fruto o la recompensa del arrepentimiento y de la obediencia” (Conference Report, octubre de 1963, pág. 24).
El Libro de Mormón contiene ejemplos de personas que han logrado una conversión verdadera, han vencido los impedimentos para arrepentirse y han logrado una paz y un solaz duraderos. Veremos dos ejemplos: Enós, hijo de Jacob, y Alma, hijo de Alma.
En el Libro de Enós, leemos sobre su conversión. Enós era un joven justo, criado en “disciplina y amonestación del Señor”. Pero aún así, no había tenido una experiencia personal con el evangelio. Un día, mientras cumplía con sus tareas diarias, comenzó a meditar en las palabras que había escuchado de su padre, Jacob.
Esas palabras penetraron en su corazón profundamente, y su alma tuvo hambre de saber más sobre las enseñanzas de su padre acerca de la vida eterna. Después de haber orado todo el día, y ya entrada la noche, vino a él una voz diciendo:
“Enós, tus pecados te son perdonados, y serás bendecido...por tu fe en Cristo”. Enós escribe: “Y yo, Enós, sabía que Dios no podía mentir; por tanto, mi culpa fue expurgada” (Enós 1:5–8).
El relato del profeta Alma, hijo, es algo diferente. De joven, se había apartado de las enseñanzas de su padre y del evangelio, y había llevado una vida inicua y perversa. De manera dramática, la visita de un ángel hizo que tomara conciencia de sus pecados y de errores del pasado, y confesó haberse rebelado contra Dios. Pero después se acordó de haber oído a su padre Alma profetizar concerniente a la venida de un Jesucristo, el Hijo de Dios, quien vendría a expiar los pecados del mundo. Alma dijo: “Y al concentrarse mi mente en este pensamiento, clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiel de amargura, y ceñido con las eternas cadenas de la muerte!”.
Alma experimentó dolor y culpa eternos, pero se dio cuenta de que había una posible salida mediante la Expiación. Después continúa: “Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me pude acordar más de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados. Y ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor” (Alma 36:12–20).
Enós y Alma pudieron sanar sus almas por medio del conocimiento de que Jesús vendría a quitar todos sus pecados. Cuando sus almas sanaron, hallaron paz consigo mismo. Hay varios puntos en común en las conversiones de Enós y de Alma:
Por distintos motivos, ambos llegaron a ser plenamente conscientes de sus pecados del pasado con los que había ofendido a Dios y por los cuales había sentido remordimiento.
Ambos pudieron recordar las enseñanzas de sus padres: la promesa de la expiación de los pecados por medio de Jesucristo.
Ambos, de manera personal, imploraron suplicando por sus almas.
Ambos experimentaron el milagro de la Expiación a tal grado que ya no se pudieron acordar de los dolores de sus pecados ni tampoco sintieron culpa. La sanidad de sus almas fue completa; fueron experiencias de purificación, tanto de la mente como del corazón. El gozo reemplazó la amargura. Se convirtieron en un nuevo hombre, nacidos otra vez del Espíritu.
Ambos dedicaron sus vidas a servir a los demás, y a dar a conocer el evangelio de Jesucristo.
Lo más importante, es que el Señor puede hacer por nosotros lo que hizo por Enós y Alma. C. S. Lewis lo explica de esta manera:
“[Dios] presta Su atención infinita a cada uno de nosotros. No tiene que tratar con nosotros de manera colectiva. Uno está tan a solas con Él como si uno fuera el único ser que Él hubiese creado. Cristo murió por cada uno de nosotros como seres individuales, como si fuéramos el único hombre [o mujer] en el mundo” (Mere Christianity, 1943, pág. 131).
El relato de los santos en la época del rey Benjamín ilustra este principio. Leemos sobre la reacción de los santos después de haber escuchado a su rey y profeta enseñar acerca de los mandamientos y de la Expiación de Jesucristo:
“Y todos clamaron a una voz, diciendo: Sí, creemos todas las palabras que nos has hablado; y además, sabemos de su certeza y verdad por el Espíritu del Señor Omnipotente, el cual ha efectuado un potente cambio en nosotros, o sea, en nuestros corazones, por lo que ya no tenemos más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente… Y estamos dispuestos a concertar un convenio con nuestro Dios de hacer su voluntad y ser obedientes a sus mandamientos en todas las cosas que él nos mande, todo el resto de nuestros días” (Mosíah 5:2, 5).
Notarán que esas palabras son muy similares a los compromisos que se hacen en el convenio del bautismo (véase D. y C. 20:37). Las bendiciones y las promesas de la conversión son recibidas por convenio por medio del bautismo y de la confirmación, y por medio de todas las ordenanzas del templo y del sacerdocio. Después, mediante el constante arrepentimiento, la obediencia y la fidelidad al guardar los convenios efectuados, los frutos de la conversión crecen y se desarrollan en nosotros.
A medida que la conversión madura y se sostiene mediante las obras del Espíritu Santo, el alma se sana y encuentra la paz. Un día, le preguntaron al presidente Romney cómo alguien podía saber si se había convertido. El presidente Romney respondió: “La persona puede tener la certeza de ello cuando, por el poder del Espíritu Santo, su alma es sanada. Al ocurrir eso, lo reconocerá mediante su forma de sentir, ya que se sentirá como el pueblo del rey Benjamín se sintió al recibir la remisión de sus pecados. Los anales dicen: ‘…el Espíritu del Señor descendió sobre ellos, y fueron llenos de gozo, habiendo recibido la remisión de sus pecados, y teniendo paz de conciencia…’ (Mosíah 4:3)” (en Conference Report, octubre de 1963, pág. 25).
En vísperas de navidad de 1999, siendo un misionero regular en la ciudad de Vera, Santa Fe, conocimos a Adriana Mortarino. Su vida no había sido nada fácil. Estaba alejada de su familia por antiguos entredichos, era madre separada de tres niños y el trabajo no abundaba. En estas circunstancias, no fue extraño que en nuestra primera cita no pudiera aceptar que existía un Dios que la amaba y deseaba su bienestar. Si realmente era así, ¿por qué tenía que pasar por todas esas experiencias? Su alma estaba atribulada, y carecía en absoluto de paz. Nos retiramos de esa cita con pocas esperanzas, pero antes de salir mi compañero regresó y le regaló un ejemplar del Libro de Mormón, aunque no habíamos alcanzado a presentarlo. Tras una breve explicación, le testificamos que, si lo leía con verdadera intención, llegaría a encontrar las respuestas a sus preguntas, y sabría que Dios vive y que se comunica con sus hijos.
Algunos días más tarde, regresamos a visitarla. Cuando salió de su casa, notamos que algo había cambiado en su expresión. Con lágrimas en los ojos, nos relató su experiencia. La noche en que le dejamos el Libro de Mormón, decidió leerlo sólo por curiosidad. La lectura la atrapó, y continuó leyendo durante varias horas. De repente, encontró el pasaje que habíamos marcado de antemano: Moroni 10:3-5. Sintió que debía orar al respecto, y lo hizo. Un dulce sentimiento la embargó al arrodillarse, y las lágrimas brotaron de sus ojos al reconocer que Dios estaba contestando su oración.
El Espíritu del Señor testificó a su corazón, y entonces comenzó el proceso de conversión. Poco a poco fue aprendiendo del Evangelio, y tomando compromisos de obedecer sus leyes. Parecía otra persona cuando le enseñábamos, aceptaba todo sin la menor discusión. Un enorme cambio se había efectuado en su corazón. Unas semanas después, se bautizó. Semanas más tarde, al ser yo trasladado de ese área me despidió agradeciéndome por que, gracias al evangelio, había encontrado la paz que tanto buscó.
Todos debemos pasar por el proceso de conversión. Ya sea que nos hubiéramos unido a la Iglesia de grandes, o que hubiésemos nacido en ella. Todos, en un punto de nuestras vidas, tenemos que experimentar ese cambio en el corazón, y sentir “el deseo de cantar la canción del amor que redime” (Alma 5:26). A veces nuestra experiencia será como la de Enós, y la conversión vendrá por nuestro deseo sincero de conocer la verdad. Otras veces, seremos como Alma, y llegaremos a experimentar la dulzura de la redención sólo después de haber sentido la hiel de la amargura de nuestros pecados. En cualquier caso, deberemos clamar el auxilio del Salvador y llegar a buscar su ayuda. Entonces, a medida que aplicamos Sus enseñanzas en nuestras vidas y vivimos el evangelio, llegamos a sanar de nuestras heridas, a encontrar solaz, a encontrar la paz.
“El siempre cerca está; me da Su mano. En mi Getsemaní es mi Salvador. El sabe dar la paz que tanto quiero. Con gran bondad y amor me da valor” (Himnos, Nro.69).

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